Con una mano, tiró con fuerza de la puerta; con la otra, se ciñó la bufanda para que el frío de la madrugada de marzo no se metiese en su garganta. Las calles del centro olían de otra manera. Pequeños grupos de gente se dirigían, en silencio, hacia un mismo punto. Él caminaba a favor de la corriente, sorteando núcleos de señoras que avanzaban bajo sus mantillas. Algunos aplausos lejanos rebotaban en las esquinas de los viejos edificios, de las estrechas calles, que cada vez entre más y más gente, lo conducían a su destino. De los balcones, como lágrimas anónimas, colgaban pendones y alfombras, adornos y cadenetas de flores, que ofrecían a la vista un espectáculo casi medieval del casco antiguo. Por fin, la plaza. Casi todas las hileras interminables de sillas de madera que el ayuntamiento había desplegado por la superficie del foro estaban prácticamente llenas... Los portones de la Iglesia Mayor, como un vientre cálido, se abrían a la noche con un resplandor amarillo. Cánticos. Pero no era aquella la meta. Sorteó los inciensos y los cirios para acercarse al templo. A unos 20 metros, un giro a la derecha, el callejón, el portal. Tres llamadas con los nudillos en el aire perfumado. Ella espera. Una sonrisa cómplice y un comentario de contexto abren el baile. Entre besos con lengua y manos inconscientes, transcurre la madrugada. Ante la puerta, pasos descalzos y encadenados lloran la muerte del Señor. De su Señor.
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1 comentario:
Hay metáforas buenísimas. Mi favorita: "Los portones de la Iglesia Mayor, como un vientre cálido, se abrían a la noche con un resplandor amarillo".
Saludos.
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