Hace muchos años, cuando las calles eran misterios y los tejados parecían un mar de oportunidades, existían horas prohibidas en los relojes. Aún recuerdo aquella velada de julio en la que salimos de vacaciones a la una de la madrugada. La una [¡de la madrugada!] y el bar de enfrente de casa continuaba abierto, y la autopista estaba llena de coches con luces idénticas, y las gasolineras vendían periódicos viejos junto a los nuevos. Hace muchos años, la noche era un camino mudo entre el ocaso y el alba.
Ahora, con la existencia del revés y los párpados forrados de sudor, la noche se ha convertido en un callejón mal iluminado, pero iluminado a fin de cuentas. Ahora, es la dorada luz de la tarde de octubre la que parece artificial, fuera de lugar, incluso dañina. La que me obliga a esconderme bajo la sábana y a rezar. No sé a qué dios.
Y el mundo está ahí, afuera,
entablando su alianza con el viento.
Me he servido un café.
Me he lavado la cara
y he devuelto mis manos al lavabo.
He buscado en mis ojos y me he visto
en la orilla translúcida de una tierra agotada.
La camisa está fría
y el alba es esa seda
sentida que ilumina las sombras del aliento.
Me he sentado en la silla
entre el tenue recuerdo de las horas inciertas
y arde en el horizonte su savia redimida
para invadir la amarga sangre del desarraigo.
Ahora hay una imagen de calles sin retorno,
un poema de voces incumplidas,
un presente que apenas ha llegado.
Cierro la puerta sin mirar atrás.
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